Eutanasia procesal
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1. Denominamos eutanasia procesal a una modulación de la muerte operada no clínica enfocada a los autores convictos y confesos de crímenes horrendos en el marco de la sociedad de personas. Es decir, el concepto de eutanasia procesal, tal como se presentará a continuación, deberá entenderse como otra forma de eutanasia (no clínica), pero nunca como una suerte de castigo mediante el que se hace «pagar» al individuo el crimen cometido. Sin embargo, puede ser considerada claramente como un caso particular de eutanasia secundaria, por cuanto que estaría orientada no a dulcificar al moribundo en el trance de su muerte sino a suprimir la vida considerada indigna de un sujeto –a liberar a este sujeto de determinado mal–.
2. En efecto, el concepto de «eutanasia procesal» no debe confundirse con el de «pena de muerte». En el momento en que identificamos el concepto de eutanasia procesal con el de pena de muerte, se perderá toda la perspectiva y el planteamiento filosófico crítico desde el que se constituye el concepto de eutanasia procesal. Desde luego, tanto en la pena de muerte como en la eutanasia procesal, como se ha dicho, asistimos a la muerte operada del sujeto. Pero también ocurre que, tanto en el sacrificio azteca por ablación del corazón como en el reemplazamiento de un corazón enfermo por el corazón sano del donante, en los trasplantes de corazón, tiene lugar la manipulación de este órgano por el «especialista». Y, sin embargo, a nadie se le ocurriría plantear su identificación, confundiendo una ceremonia con otra. Así pues, la eutanasia procesal se distingue de la pena de muerte, tanto en lo que se refiere a la consideración de la persona como en lo relativo al planteamiento de la muerte (eutanásica) del sujeto.
3. Cabría decir que el concepto de «pena de muerte» es un concepto contradictorio –es más, diríamos que se trata de una vulgarización del mismo concepto de «eutanasia procesal»–. En efecto, debemos poner de manifiesto el carácter oscuro y confuso de «pena de muerte». Desde nuestras coordenadas, es inconcebible hablar de «pena de muerte», porque para ello habría que aceptar que, de alguna manera, el sujeto condenado puede penar después de su muerte. Pero esto no es posible, salvo que se acepte la tesis de la pervivencia del alma. Hablar de pena de muerte involucra, explícita o implícitamente, supuestos de índole animista; no de otra manera parece que podríamos referirnos a la pena de muerte. Ahora bien, si abandonamos el supuesto animista que entraña la pervivencia del alma, la pena de muerte tiene que ser considerada irrefragablemente como un absurdo: «la pena de muerte será pena, a lo sumo, para los familiares o amigos del difunto» (Gustavo Bueno, El sentido de la vida, pág. 72). Es cierto que se han ofrecido varias «justificaciones» para apoyar la implantación de la pena de muerte; desde la pena de muerte como venganza, hasta su función intimidadora de los posibles delincuentes. Pero, ateniéndonos supuestos estrictamente éticos, no parece que podamos acogernos a la idea de pena como venganza; y tampoco está demostrado que su existencia defienda mejor a la sociedad de los delincuentes. Por consiguiente, sólo cabría la alternativa de plantear la subordinación de la pena al periodo de rehabilitación de un sujeto que, acto seguido, debería ser puesto en libertad. Sin embargo, las consecuencias a las que nos conducirían las premisas atingentes a la teoría de la «prisión rehabilitadora» –como el hecho de suponer que el delincuente es un «enfermo» y la cárcel una suerte de «sanatorio»– nos llevarían a un absurdo práctico que obligaría a retirarlas. Desde las coordenadas del materialismo filosófico, se impone entonces la necesidad de un planteamiento que salga del atolladero del animismo y del absurdo de la «sanación» o rehabilitación del autor de crímenes horrendos. Será precisamente desde las coordenadas materialistas desde las que se prescinde del concepto de «pena de muerte».
4. El planteamiento desde el que se establece el concepto de «eutanasia procesal», pues, se constituye a otra escala, y es precisamente por esta razón por lo que no cabe identificarlo con el concepto de pena de muerte. Dicho de otro modo, si se identifica con el de «pena de muerte» es porque, también, de alguna manera, quien así lo hace está instalado en una concepción subjetivo psicológica de la idea de eutanasia. Pero aquí se trata de planteamientos éticos, morales y políticos. En primer lugar, porque se parte de la idea de persona, de suerte que, en su virtud, se considera al asesino como persona responsable de sus actos, por los cuales, precisamente, por cuanto que habría traspasado unos límites intolerables, suponemos queda anulada su condición de persona. En segundo lugar, como persona, al autor de crímenes horrendos se le supone plena conciencia de su maldad [«La personalidad, suponemos por nuestra parte, solo puede constituirse a partir de un medio social y cultural muy desarrollado (con un lenguaje que conste de pronombres personales y de nombres propios), cuando las prolepsis normativas alcanzan un nivel de intercambios tal que sean capaces de “moldear” a los individuos elevándolos, por anamórfosis, a la condición de personas» (Gustavo Bueno, El sentido de la vida, pág. 217)]. Sin embargo, esta condición de persona se perderá. Consecuentemente, podríamos decir que la eutanasia procesal está pensada no a partir, por ejemplo, de la ejemplaridad, sino en virtud de la propia personalidad del sujeto, una personalidad irrepetible, que queda comprometida tras la comisión del crimen horrendo convirtiéndose por ello en una persona cero. En esta tesitura, la persona es responsable, consciente del mal cometido, por lo que no soportaría vivir con una carga de ese tenor; y, por tanto, se quitaría la vida –como de hecho vemos que ocurre en muchas ocasiones– en tanto que arrepentimiento objetivo. Pero también se puede comprender que la propia sociedad mediante la eutanasia procesal, entendida como una institución ética relacionada con la generosidad, le procure acabar con su vida, incluso después de haber conseguido que alcanzase la conciencia de la gravedad del mal cometido, cuando nos hallemos ante el caso de un «imbécil moral». Por lo tanto, no cabría confundir «eutanasia procesal» con «pena de muerte». Ahora bien, la eutanasia procesal no puede reducirse, exclusivamente, a una institución ética, pues su vinculación con la libertad nos la presenta también como una institución jurídica y política: «Suponemos que la libertad de una persona no reside en un simple “acto de elección” sino en la capacidad de sus actos para poder ser integrados en el proceso global de su vida personal» (Gustavo Bueno, en Carla Fibla, Debate sobre la eutanasia, pág. 221).
5. Finalmente, hay que señalar que el concepto de eutanasia procesal no es un concepto inaudito o una invención desconocida en la tradición filosófica. Podrían interpretarse desde su perspectiva algunas fórmulas estoicas, así como también, en la escolástica española del siglo XVI, por ejemplo, a Domingo de Soto, quien en De Iustitia et Iure rebatía a aquellos que suponían que la vida era un valor absoluto: los hombres tendrían derecho a matar a los animales y, consecuentemente, a aquellos hombres que se degradasen al nivel de los animales («persona cero») como los asesinos perversos.
Marcelino Javier Suárez Ardura
→ Bueno, Gustavo, El sentido de la vida. Seis lecturas de filosofía moral, Pentalfa, Oviedo 1996, 435 págs.
→ Bueno, Gustavo, ¿Qué es la Bioética?, Pentalfa, Oviedo 2001, 134 págs.
→ Fibla, Carla, “Gustavo Bueno sobre la eutanasia…, conversación con Carla Fibla”, en Carla Fibla, Debate sobre la Eutanasia, Planeta, Barcelona 2000 (mayo), páginas 211-230. (“Entrevista realizada el 12 de agosto de 1999 en su casa de campo de Niembro, Asturias.”)